Ayer el clima y ella estaban bajo cero. Con el alma hecha una presunción de ampolla, jactándose la vida ante el encuentro.
Cita de dos, cita con demagógicos desvelos de esperanzas, de pensamientos que caminaban con ella la vereda trasnochada de una tardecita de futura primavera.
Ya no asolaba el frío, el sol se había comprometido y alzaba su canción de calor desacostumbrado, detenía sus falsas promesas de buen tiempo en el pico de los gorriones que desconfiados, se paseaban por las veredas en complicidad con los niños de las plazas.
Ella apuró el paso y avanzó entre el bullicio de palabras que pasaban a su lado, hacia el regazo del día que la acompañaba hasta el café.
Entró. Buscó con la mirada los ojos de él y se los llevó por delante. Él se paró para esperarla en la mesa, para que lo ubicara. ¡Cómo si pudiera no verlo! Se sonrieron. Se dieron un beso. Todo volvía a ser como antes.
Después de tantos años…
Un aire helado nuevamente había cortado el ambiente templado, como si el tiempo fuese una boca gigante que se los hubiese tragado sin haberse ellos enterado.
Se miraron como dos cazadores furtivos, cazadores de pasados, de destinos estrepitosos, de hechizos quebrados, de promesas acabadas, de seres rotos.
Se escucharon el silencio de palabras, se dijeron desde sus cuencas vacías todas las miradas. Se acariciaron sin tocarse. Se lo dijeron todo en un largo, muy largo beso que no se dieron.
El local se había llenado. Con la tarde inesperadamente templada los bares se habían abarrotado de gente bulliciosa.
Dos sombras imperceptibles se volcaron a la calle cuando la puerta se abrió y una pareja ocupó la misma mesa. Los movimientos, la charla, las risas de los recién llegados, no les habían permitido seguir disfrutando del mentiroso reencuentro.
Un aire muy frío se había colado en el bar a pesar de la engañosa tarde primaveral en pleno invierno.
A pesar de la puerta impenetrable, dos sombras la atravesaron y se perdieron en la tenacidad de la nada.