Injusticia. (Los perejiles)

inocentes_ -Yo amaba a Julieta. Accedí a esta entrevista, porque es bueno hablar con alguien de afuera.

  -Confesarse con alguien, dice usted?

  -Sí, bueno… confesar que la quería.

 -Usted siempre dijo lo contrario, que yo recuerde, hasta se mostró duro en los comentarios.

 -¿Me va a escuchar o va seguir hablando usted?

 El periodista asiente con un gesto y enciende el grabador.

 Vivíamos los tres en la casa junto a la de Julieta. Mi hermano Victor y mi tío  un hombre acostumbrado a la noche y a los golpes de la vida. Siempre se jactaba de su “arrastre” con las mujeres, sobre todo con las pendejas. Sabía decir: “No ha nacido la mina que me ponga los cuernos”. Y la verdad que tenía su pinta y su labia.

 Hacía poco que Julieta se había mudado. Vivía sola, pero a unas pocas cuadras cruzando las vías del ferrocarril estaba la casa de su tía, a la que frecuentaba seguido.

Un día me descubrí mirándola desde mi ventana, salía de su casa muy arreglada, como para una cita, pensé.  Tenía una silueta de esas que no se pueden olvidar. Sentí ganas de llamarla. No me animé. Sólo habíamos charlado algunas veces como vecinos.

Se decía en el barrio que salía con un tipo mayor. Yo nunca la había visto con alguien.

Víctor hacía bromas y me decía que se la iba a encarar, que le gustaba “esa mina”.

Guardé silencio mucho tiempo sobre mi atracción por ella. En realidad para ser sincero, estaba lleno de rabia. Julieta venía cada vez más seguido a mi casa, siempre con alguna excusa distinta y a mí, ni me registraba. Hablaba con mi hermano de lo bien que lo habían pasado, cuando habían ido a bailar.

Hasta que un día en que Víctor  no estaba, llegó más hermosa que nunca, y yo le dije que estaba loco por ella. Se rió. No pareció sorprendida y me abrazó diciéndome que yo le gustaba. Se quitó una medallita grabada con su nombre y la colgó en mi cuello.

Julieta seguía con sus salidas misteriosas. Yo no preguntaba. Creo que temía lo que me pudiera contestar. Víctor parecía un poco celoso, de vez en cuando decía palabras hirientes, hablaba de cobardía, de traición, de que todas las minas eran unas atorrantas.

Una tarde en la esquina de casa, el mocoso de los Aguirre, provocador como siempre, me dijo a la pasada:-Tu hermano no pierde el tiempo ¿eh?. Yo que venía más temprano que de costumbre, miré sorprendido su sonrisita socarrona y no le hice caso. Lo sabía envidioso y pendenciero.

 Al llegar, los vi. Y entendí.

Julieta y Víctor estaban besándose, y tan enfrascados en lo que hacían que no me oyeron entrar, ni me vieron pasar. Seguro que el barrio entero lo sabía.

Fui directamente al armario de vidrio donde mi tío tenía la colección de cuchillos. Estaba furioso.

Elegí el que estaba más cerca. El que yo había ido a buscar de mango tallado, muy pequeño y de hoja filosa, para mi sorpresa, no estaba.

En medio de esa nube negra que trepaba a mi cerebro pensé: lo habrá vendido.

Cuando volví al living, el sillón estaba vacío. Salí a la vereda. No vi a nadie. De pronto Víctor que venía desde la cocina. Escondí el cuchillo en mi bolsillo  y ya me había enfriado cuando respondí a su pregunta:-No, recién llego.

Regresé al armario y dejé el cuchillo donde estaba. Salí a tomar aire. Me fumé un cigarrillo y entré a andar.

 Mientras caminaba me arranqué la cadenita con su medalla y la guardé en el bolsillo de mi campera, se la tiraría por la cabeza cuando la volviera a ver.

Pero la mala suerte quiso que fuera yo quien la encontrara.

Y así fue cómo,  me cazaron  en las vías.

Había seguido caminando con la intención de llegarme hasta lo de su tía. Parece que ésa había sido también la suya.

Ya no se movía. La di vuelta y se me llenaron las manos de sangre. Me sentí desconsolado, hasta que la desesperación me paralizó por completo.

Cuando escuché el silbato ensordecedor,  el tren ya estaba encima de ella. Instintivamente me hice a un lado. La máquina había aparecido como un fantasma, de la nada, y con una velocidad que echaba aire caliente sobre mi cara.

-Pero… entonces?

Vinieron a buscarnos un tiempo después. La policía nunca había creído en el suicidio.

No me habían perdido el rastro por ser yo el último que la había visto. Además me habían agarrado con las manos ensangrentadas y la cadenita de ella en el bolsillo.

Llegaron a la conclusión que yo la había matado por celos, y la había arrastrado hasta las vías,  y que mi hermano había sido el instigador. Al parecer todos los vecinos sabían que los dos salíamos con ella.

Encontraron en un terreno cercano el cuchillo de mi tío, que cualquiera de nosotros podría haber sacado de la casa, y una enorme mancha de sangre, entre los yuyos aplastados.

-Sí, ya sé, todos los que estamos acá decimos que somos inocentes. Pero nosotros, lo somos.

-¿Sospechás de alguien? ¿Sabés quién fue?

 -Sí.

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Norma Aristeguy

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