A veces, a determinada edad, uno sigue (por suerte) sorprendiéndose en la vida. Después de tantas lecturas y conversaciones sobre lo que somos, o lo que no, o lo que el otro ve , a mí se me ha dado la joven locura de pensar que somos un inmenso nudo de hilos invisibles, hilos que siguen hasta el infinito en cada uno de los que habitamos este espacio sin límites aparentes, en el universo.
Creo que la línea movediza de cada ovillo sigue entretejiéndose y uniéndose a nuevas vidas, formadas por momentos, por instantes, por relámpagos de lazos familiares, amistades, estados de ánimo, amores y desamores, acontecimientos, hechos, pensamientos, no sé, es precisamente infinita la cadena de la que hablo.
Esta reflexión me lleva a preguntarme cuál es el hilo, qué color lo aborda, qué espermatozoide se ha impuesto y de quién ha sido el óvulo fecundado cuando el nudo de una amistad lastima, daña, quema, duele…
En cambio de quién o de qué, o de dónde son las notas musicales que reúnen las ataduras de otros grupos amistosos, solidarios con la risa, con la medicina del afecto, con el abrazo protector del vínculo que llega a cobijarnos y nos abraza en una intervención solícita, cariñosa.
Es una lazada que nos teje desde el mismo rollo invisible y complicado, y que sin embargo nos pone como a pajaritos, a cantar borrando penas sobre esa línea tan delgada y extensa de la hilada, en esa fuerza natural, en ese cordel donde tiende la ropa la vida y nos pone en conexión con lo mejor del alma.
Lo que sucede, a lo mejor, es que a veces los hilos están enteros y otras, son apenas hilachas de puntadas de algún nudo gordiano insuperable, es sólo la estrecha abertura de una puerta mal cerrada.