Sopla el viento fuerte, muy fuerte. Ella se ha quedado recostada en el sofá mirando cómo las ramas de las plantas cercanas a la ventana, se desdoblan contra los vidrios y se convierten en seres extraños que por momentos silban en una acaudalada noche de tormenta.
Las ráfagas violentas alardean de su fuerza y por momentos, se transforman en susurros fantasmales, son voces que parecen conspirar. Fuerzas encontradas dispuestas a destruir lo que esté a su paso.
Se hace un ovillo en el asiento y escucha con la atención casi respetuosa de su propio miedo.
El perro del vecino ladra, grita muy fuerte. El grito entrelazado de ira y de agonía retumba en la oscuridad del escenario nocturno.
Ella comienza a dudar si es el alarido del viento, si es el del perro de al lado, o si es el ruido ensordecedor de sus propios pensamientos, de sus recuerdos que la devoran.
Tiembla. Siempre la ha asustado el viento. Le parece una amenaza oculta, algo que su percepción capta como un peligro. Juraría que oye una pelea. ¿El viento habla con alguien o es el perro en un quejido que hiela la sangre? Sin embargo, a la vez se oyen ladridos encarnizados.
Levanta la cabeza. Escucha atenta. ¿Son voces?
-¿Para qué volviste? Decime. ¿Para qué?
-Shhh. No grites mujer, si vos ya me conocés. Yo soy así.
-¿Así? ¿Cómo? Decime vos ¿Cómo sos?
-Y… qué sé yo. No sé. No sé lo que quiero.
-¡Andate! ¿Me oíste? ¡Andate! ¡Volviste para terminar tu obra! Pero hoy soy yo la que te echa de mi vida. ¡Quiero que te vayas! ¡Quiero que desaparezcas otra vez!
Siente que la voz la abandona de tanto gritar. Que le duele la garganta. Llora. Su cuerpo se sacude en el sillón. El viento vuelve a ser un susurro en el aire. Parece tener un eco. Los sonidos se repiten y se alzan hasta convertirse en un grito de dolor.
Las ramas continúan con sus golpes. Imponen su presencia amenazadora desde el afuera, como queriendo invadir la casa. Invadirla a ella.
Poco a poco la noche se aleja en el secreto de la madrugada. Las voces sospechadas de violencias quedaron guardadas en los árboles, o se las llevó el viento que desapareció ante la presencia del sol y del canto de los pájaros que inauguran el día.
La calma ha renacido.
Ella se despierta. Mira la luz que entra abarcándolo todo y se siente aliviada. La tormenta ha pasado. Pero su vida sigue ahí, y a pesar de ella, todavía la alienta desde su interior.
Sin él. Otra vez sin él. Una fuerza nueva la viste de color, como si la noche anterior hubiese sido el estuche para guardar el cadáver de un regreso.
El viento atolondrado ha dejado las bajas de algunas plantas que de corazón despanzurrado mueren sobre el testimonio de la tierra. Hay un lecho de rosas esparcidas sobre charcos de agua, que reflejan silenciosos las hojas que van muriendo de a poco y lentamente en la tormenta pasada y repetida. El abeto está inclinado, a punto de dejar caer su alma, ya sin remedio.
Ella se levanta con nuevas fuerzas. Abre las ventanas. Respira hondo. Sale al jardín.
El vecino de al lado se le acerca.
-Hola Silvina. ¿Viste lo que le pasó a mi perro?
-¿Qué, qué le pasó?
– Lo mató el “guardián”, el perro de enfrente. Pensaba que ya no se pelearían más, y al parecer anoche volvió y se la dio otra vez. Y cuando salí esta mañana temprano me lo encuentro al muy hijo de puta, sentado al lado de su presa. ¿Te das cuenta? Ya se la había dado antes, pero ahora vino a rematarlo.