El Viaje

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(Ambas pinturas pertenecen a: Ricardo Fernández Ortega)

Hoy  se ha quedado dormida por  más tiempo que lo habitual.  Así penetró en  el interior de un universo no tan conocido como ella había creído. Con espíritu femenino comenzó a hacer un poco de limpieza.

Se tropezó con un montón de letras y con frases atolondradas que ocupaban estantes de sangre acumulada. Sobre ellos además,  observó objetos queridos que ya había dado por perdidos entre las telas de la memoria. Una medallita con sus iniciales, el anillo de su abuela, algunas cartas de un amor, otras de otro, hasta una planta que no entendía por qué estaba allí, si nunca le había gustado,  Coquita su muñeca sonriéndole desarrapada como siempre, así como ella la había amado y su fallecido Cantinflas, el muñeco gigantesco que su madrasta había matado.

Había un inmenso trompo musical que la hizo sonreír, pasó la mano por algunos retratos y por  un vestido de novia amarillento.  En alguna esquina entre sombras un antiguo y pequeño reloj pulsera apenas si se asomaba,  temeroso quizá de que se le cayeran las horas, o las agujas, y entonces…  ya no tuviese  razón de ser.

En un cajón disimulado por uno de los pasadizos del pecho se topó con una pila de nombres, algunos le arrancaron lágrimas, otros,  le soplaron vientos de indiferencia.

Siguió por un sendero algo estrecho, se deslizaba tratando de no aplastar fotografías, muchas fotografías, como puentes  amontonados de felicidad,  y otras que desbordaban rostros con imágenes  imperceptibles, sólo adivinadas como en aquella caverna de la que hablaba el filósofo.

Cuando sintió que su sueño se ampliaba, se vio dentro de una cavidad de luz roja que latía, latía en pequeños golpes que caían sobre maletas abiertas;  había allí dentro  tristezas, algún bulto de alegría y algunos atados  de incomprensión, de abandonos, de cuyos nudos colgaban hilachas de maltrato y sinsabores.

En una de las valijas encontró un pequeño cofre, casi diminuto, se sorprendió de que estuviera cerrado, pues era ése un lugar donde todo estaba expuesto. Se dejó llevar por la curiosidad y lo abrió. Se sorprendió del aire espeso y tibio del  que se desprendían  sonidos conocidos, ¡eran  voces!, voces queridas que la cubrían como si hubieran estado esperándola. Escuchó canciones de cuna, escuchó su nombre retumbar con un hondo eco de amor,  reconoció  esas voces una por una, el llanto de su madre desde muy lejos como si viniera desde la luna, y  el llamado de su padre que no podía venir de otro lado que no fuera desde el sol. Escuchó sonidos con su nombre ya gastado, solamente le llegaba una sonoridad que seguro se había roto al tocar el espacio después de tanto tiempo.

Había que hacer limpieza, no era posible cargar con todo eso.  La peor parte sería elegir. Y comenzó a soplar, sopló con fuerza, cerró las maletas con todo lo que había visto y las empujó amorosamente por un tubo sin fin de olvido. Tan sólo las voces la habían hechizado  y se las llevó puestas como un liviano ropaje.

Giró sobre sí misma segura de que ninguna otra cosa había quedado por borrar, sin embargo algo la sorprendió,  era la luz de un diminuto prendedor, el ancla de su madre, y el cordón de tres escarpines de colores que flotaban  por sus arterias,  en un estrepitoso regreso  a una camilla rodeada de gente que reía alborotada por tenerla de vuelta.

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Norma Aristeguy

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