Amanece. Vuela por allí una sensación, un sentimiento, un enamorarse de la soledad. Se nace y se muere solo.
Conmocionado fluir de espacios por conocer, estallido de sucesos que rasgan el cristal que luego nos ha de convertir el alma en lobo.
La inocencia nace, es un rasguño en la inmensidad, imposible siquiera de imaginar, ni aún cuando se crece, la memoria del futuro está guardada, todo es parte del ser que llega. Un ser… indefenso en el principio y también más tarde.
Nacer. Se nos lastima el nombre que no elegimos. Se nos parte la mirada y la sonrisa en un tajo atractivo, se nos inundan los sueños de presagios sometidos a hilos que nos enredan, bostezamos largas esperas y tropezamos con duras rocas que se repiten a lo largo del espacio, y lo desconocido acecha, aunque sea el amanecer más esplendoroso, lo único que nos acompaña es la propia sombra.
Pero un buen día el horizonte se lleva consigo al sol y aguardamos entre los mismos colores que nos dieron el primer soplido, sentados en un recodo de los huesos a esperar la noche.
El ocaso se nos viene encima y nos sorprende con la idéntica inocencia con la que se nos ha dado a luz, y es así que cuando creíamos haber volado en todos los barriletes, haber huido en la fuga visual de cada estrella, haber escalado el arco iris, haber cruzado todos los puentes peligrosos… brota el manantial de la gracia universal y el ocaso resplandece, casi tanto como en aquel lejano amanecer. Y entonces sí, con fuerza propia nos trepamos a la luna, nos creemos todos los cuentos, deshabitamos la melancolía, nos quitamos estampillas y camisas de fuerza, y nos calzamos el disfrute y la poesía, nos abrigamos con el más deseable de los milagros, nos vestimos de épicas ternuras, y nos vamos así, del brazo del mejor amor de los tiempos, ése que se gestó en la espera a orillas del ocaso, a orillas «… de los caminos insospechables que tiene la vida».
