Atmósferas. 1

 

El ventilador golpea con aire fresco  el calor que estremece cuerpos y espíritus. Ella recorre la casa bajando las cortinas de madera y corriendo las de tela para dar una media sombra al ambiente. Las ventanas entreabiertas,  reciben de mala gana el apagado murmullo de la ciudad. Parece que los colores del lugar desaparecieran mágicamente, todo se torna oscuro. Se pierden las aristas, se redondean los objetos, imposible saber dónde empieza y dónde termina cada mueble. El manto protector lo derrama Mozart que muy tenuemente se esparce por cada rincón, desalojando temperaturas y resistencias. Un sahumerio viene desde el comedor, pero los fantasmas del humo se amparan en las sombras y sólo llega su aroma. La luz perfumada de una vela contribuye al claroscuro, destacando sólo el portarretrato de  la abuela junto a la entronizada computadora. La silueta de una biblioteca permite adivinar algunos libros. Parece una bella pintura tenebrista.

Más allá, un cenicero humeante se impone en la realidad e invade el pensamiento femenino, quizá para recordarle que él se ha ido, que ya no volverá y que tal vez también ella esté escribiendo su última prosa.Ésta es una  estación que siempre ha ocupado una parte importante en su acontecer.

 

El tren ha llegado  retrasado. Camina pesadamente con la pequeña valija y algunos bolsos  hacia lo de los abuelos. La estación está rodeada de madreselvas que perfuman hasta el éxtasis casi todo el trayecto. El pueblo parece deshojado por los rayos del sol. Son las cuatro de la tarde y todo es un dorado desierto. Seguro que los habitantes están durmiendo una placentera siesta. El heladero con su carrito es el único  que se atreve al sacrilegio del grito, voceando el placer de los dioses.

A lo lejos se presume el ruido de la costa. El salino olor a mar viene con la brisa que alivia de la alta temperatura.

Ya en la vereda se detiene ante la verja que separa el jardincito, de la calle. Empuja la puerta que como había pensado está sin llave. La hora le da la excusa perfecta para entrar sin llamar, así no molesta el sueño de sus moradores. En realidad ansía entrar al dormitorio que ha sido de su madre, convertido ahora en el cuarto de huéspedes, visitado más que a menudo por ella o por sus primos.

La cortina de batista bordada cubre la ventana alta, muy alta, y de dos hojas entreabiertas. La cama de una plaza está tendida. De las sábanas dobladas hacia fuera, sobresalen dos listones de puntillas  color salmón, presididos por un almohadón cubierto con una funda tejida al crochet, que hace juego con la sobrecama. Al pie de la mesita de luz un montón de Radiolandias,  y en la parte superior, la foto de su mamá, posando como una de las actrices de las revistas.

Hay un aroma confuso a colonia y compota de manzanas. Desde una silla en el rincón la toalla impecable, parece esperar a algún visitante. Dos inmensas hortensias se deshacen en un florero entre azules,  lilas y amarillos. La amplia habitación muestra orgullosa su piso de madera reluciente, con dos patines de lana  cerca de la entrada. A través del calado de las rosas bordadas en las cortinas, se filtran suaves rayos de luz  que rompen  la frescura de las sombras, cayendo aterciopelados sobre el encerado. Junto al ropero de tres puertas, la pequeña biblioteca tiene los estantes vencidos en profundas panzas, que dan a luz pilas de libros encimados.

Aunque no supiera qué estación del año está corriendo,  ella podría adivinarla en  el  olor  del ambiente, con la misma seguridad de encontrar un jaboncito perfumado entre cada sábana guardada, si se le ocurriera abrir los cajones de la cómoda. Siempre ha pensado que hasta en el aseo diario, hay algo diferente en el verano, el olor a colonia después de un baño, a  sapolán sobre la piel enrojecida, a  fresias, que están por toda la casa, todo es una invitación al goce de vivir.

Nadie como ella conoce el placer de desplazarse descalzo  hasta la vieja reposera, dejarse estar, dormitarse. Permitirse el ocio del  único momento del año,  que divide su monotonía  hogareña en la bonanza de la siesta,  en el milagro del amanecer,  y hasta en el frescor  de los atardeceres. Los que se prestan gustosos a charlas de vecinos en la vereda o a niños jugando a las escondidas, bajo la tutela de altísimos y añejos árboles, que en perfecta hilera se los descubre detrás del primero, como si participaran de una  noche eternamente lúdica.

No hay lugar para la congoja. Imposible sentirse triste ante tanta belleza, ante el estado de ánimo que circunda cada momento vivido, y que precede  al día que vendrá lleno de aromas deliciosos, sin horarios y con todo el tiempo para cobijarse en los abrazos del abuelo. O en la cocina de la abuela, mientras tararea “El patio de la Morocha”, en su tarea vigilante del dulce de leche que burbujea sobre la hornalla.

En una de esas tardecitas sin nombre, porque aún no recuerda si fue en un sábado o domingo,  para ella no existía el calendario en vacaciones,  lo había conocido a él. Se habían  encontrado  en el hall del cine, en el entretiempo, esperando la segunda película. Comentaban la que acababan de ver como si  ya fuesen amigos. Luego habían  vuelto  a entrar a la sala. Después, vinieron las citas en la plaza, los largos paseos tomados de la mano y las matinés de fin de semana en el club del barrio.

Las vacaciones habían llegado a su fin pero ellos, ya no se separarían. Reiniciaron sus vidas en la ciudad y cada verano era una fiesta como si renovaran sus votos de aquel entonces.

Hasta hoy. Hasta ahora.

El calor agobia y junto con los años y el dolor, el cuerpo y el espíritu se hacen un ovillo, parecen desconocer la felicidad  de la estación. Y lejos de proporcionarle un consuelo,  la consume el hecho de que el sol no tendrá cabida en ese hueco en el que él, yacerá desde ese día. Que estará sola para recibir la luz que se colará a través de las persianas,  que ya no compartirán a los nietos, ni a Mozart, ni a Lennon. Que Almafuerte le recitará sus versos sólo a ella, y que el olor a jazmines del atardecer, le enrostrará su pérdida en cada vaso de agua fresca que beba en soledad.

En silencio respetuoso, esperará  que el calor irrefrenable la perturbe hasta sonsacarle el alma, y la deje vacía sobre el sillón del living, hasta el próximo verano.

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Norma Aristeguy

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