Echar el cuerpo hacia delante, en un ademán de desafío.
Sin embargo escuchar y callar. Esperar la oportunidad. Aunque a veces, a esta edad, asusta el tiempo que viaja en estrellas fugaces por el espacio.
Comprobar que la palabra, ésa que supo ser mi caricia, o el arma demoledora para expresar pensamientos, hasta ayer nomás, hoy no está, se ha ido, ha huido como una traidora, se aleja dejándome casi muda cuando la necesito, por ejemplo en esa charla de amigos, de familia, donde la realidad que escucho y que percibo, juega a la ronda con la sandez y salta a la soga con la mentira.
Salgo entonces en busca del fiel sinónimo, y a veces acude, otras no, está tan viejo como yo el pobre, y le cuesta acercarse con rapidez, la presión de la premura lo bloquea y cuando llega, por lo general es tarde…
Lo peor de todo es el valor perdido de lo que se dice en medio de una conversación, cuando se consigue reconquistar la palabra adecuada, cuando se la adula mentalmente, a veces reaparece, se planta desde la boca, saliendo de su guarida mental y se impone, se muestra y trae con ella el argumento necesario, para lograr el equilibrio en lo que se discute en esas verdades de verdades.
Y el otro, habla, afirma, jura, promete, y una vuelve a sentir que se queda sola de palabras. Una vuelve a pelearse con ellas, una siente que están allí jugando a las escondidas, muy cerca, pero no lo suficiente para combatir la subestimación que generan los años que se portan.
Suele suceder que la cajita invisible con el vocabulario entero se cierre y no esté a tiempo el término justo para contar lo vivido, para delatar los hechos repetidos desde siempre.
Y es así como nuestros recuerdos quedan expuestos al ultraje del descreimiento, tan sólo porque la palabra nos ha fallado, no ha venido a la cita a tiempo y en la velocidad de la vida actual, solemos quedarnos mudos.
Los años no suman valores como en otras culturas, aquí, los de derecha, los de izquierda, los que ni saben qué son, son poderosos, retienen en su loca verborragia un manantial de conceptos que exponen orgullosos y construyen ideas e ideologías amparados por lo que creen conocer.
La soberbia los suele volver imbéciles, y vienen y justifican sus razones levantando en mano y en voz, hechos que ni conocieron, que se los contaron, que a veces vienen del juego del teléfono descompuesto, y se hacen los dueños de una verdad que viene vestida con la camiseta de la dignidad.
¿En qué parte del firmamento estaban ellos, cuando sus padres o abuelos escucharon las mismas palabras del hoy, las mismas promesas, asistieron a los exactos banquetes sin corbatas, pintaron para otros las mismas frases en las paredes descascaradas de la esperanza, vistieron el uniforme gris, presenciaron traiciones, aguantaron palos y muertes?
Con sorpresa a veces escucho que me cuentan y me ejemplifican con acontecimientos aprendidos de oído, situaciones sociales y económicas que sólo quienes las hemos vivido podemos saber del amargor que se forma en la boca y se queda atropellado en la garganta.
No se tiene en cuenta que con la complicidad del tiempo a veces el adulto mayor, ya no tiene la rapidez para poder intervenir con las mismas armas, que la lucha actual es despareja, y siempre lo será, por los siglos de los siglos, y que nuestros jóvenes seguirán, como nosotros diciéndoles a sus hijos, que todo será mejor cuando ellos crezcan, lo que ya nuestros padres nos repetían de los suyos.
¿No será que se siguen cometiendo los mismos errores porque no sabemos escuchar? ¿Será que todos corremos junto al viento, y que cuando nos detenemos ya es tarde, ya no queda ningún lugar para la construcción de un alfabeto, donde las letras no se pierdan por el camino y no queden así agujeros, para que la historia vuelva a repetirse?