Bellísima Toscana

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Bellísima Toscana

(A los Habitantes de San Gimignano)

 

La Toscana necesitaba, seguro, de una ciudad como San Gimignano.  La ciudad amurallada, que no escatima torres para mostrar aún su poderío.

Amanece sobre la elevada colina.  El sol  entibia el aire en ese frío enero bajo cero. La temperatura agujerea los oídos y endurece los músculos de los primeros visitantes, desmenuzando así, la ansiedad que ellos traen a cuestas de sus sueños, de su casi necesidad, de comprobar  la visión  de los palacios que bordean las angostas, muy angostas calles, que llevan despiadadamente a años anteriores a Cristo.

Parece que en cualquier rincón, desde detrás de algún arco, va a salir un soldado romano para defender la entrada de tantos extraños, que por lo visto, ni la altísima muralla ha podido evitar.

Mirando hacia arriba se tiene la impresión de que los techos de viejas tejas se enfrentan y se tocan, como formando una sola línea que lleva cada vez más y más lejos.

Con alivio se pueden ver cada tanto algunos arcos al final de la calle, lo que hace suponer que todo es una ilusión óptica, y  se consigue a paso lento, subir por las terrazas la gran colina. La vista desde allí,  puede contarse muy pobremente, tal vez una pintura lo  lograra mejor, porque hasta la foto acotaría la maravilla de Velathri, el verde dios de los bosques, siempre en guardia, sobre los edificios medievales, que se juntan en ocres y tierras, y rojizas y amarillentas paredes, rodeadas de altísimas plantas en la densa forestación. Es como si la línea del horizonte, tajara el planeta en dos.

Nunca tanta consistencia pareció más vulnerable y débil, ante el contradictorio tejido formado por los años, de esas magníficas construcciones que a viva fuerza, sin embargo, parecen pedir auxilio ante  tanto presente irrespetuoso.

Acaba de llegar la tarde y con ella un aroma a café, que viene desde la planta baja de algunos  de los palacios, en donde se instalan sin prejuicios, cafeterías y restaurantes. A pesar de todo hay un olor extraño que se mezcla con el del café, es el olor a siglos, que se huele  entrando por la piel, como si fuera un sentido diferente de los conocidos.

Hay un bullicio sordo. En la plaza más importante, muchos turistas, al atardecer, se sientan en los escalones que llevan hasta la cisterna que la preside, y que le da el nombre al lugar.

Todos hablan al mismo tiempo, posan, sacan fotos familiares, pero los sonidos emitidos no llegan a molestar, como si algo más allá de lo que se puede ver y oír, no permitiera la banalización de la Historia.

Se escuchan murmullos, comentarios, exclamaciones  ante las vidrieras de los pequeños locales, que muestran sus más finos objetos de porcelana y  cerámica. La Befana mira detrás de los vidrios, como único elemento integrador del acontecer. Quizá no por casualidad es un símbolo femenino.

De vez en cuando alguno de esos comercios está separado por un portón  de maciza madera y con clavijas alrededor de todo su arco, que lleva a recordar por donde entraban los carros romanos a toda velocidad, en las películas.

Esto más allá, de saber que ese portón soporta una antigüedad milenaria de Imperios, hendijas sufridas de maltratos por sus poderosos pueblos vecinos, el abuso de Volterra, de Florencia, de la peste. El mundo antiguo cae en la tarde y se cobija otra vez, como cada día, en las catacumbas en las que todavía se propaga y se divulga el sonido del miedo.

Parece un desborde del  futuro en el pasado, pues toda la arquitectura lleva permanentemente a siglos y siglos atrás. De manera que aquel futuro es este presente que se derrama voluptuoso sobre la ciudad, al igual que la noche.

Los comercios situados debajo de cada palacio se iluminan con luces tenues entre verdes y azules. Las ventanas de los edificios también, porque allí vive gente, gente común, aunque se puede esperar que asome algún emperador romano en cualquier momento. O que surja una disputa entre facciones en las calles. Pero no. Sólo algún que otro ciudadano que habla en italiano, por celular, con voz un poco más alta que los demás.

Las torres, que son en realidad, las dueñas del tiempo y el espacio, testigos antiquísimos de todo lo que allí sucede,  se han quedado platicando con las nubes más bajas, o son los ciegos ojos que continúan cuidando a la campiña del ataque del enemigo, en la noche que se va extendiendo. Ellas fueron el símbolo del poder económico y social, y allí permanecen, ásperas, sólidas, incólumes, casi ascéticas.

Parece una afrenta a ellas y a la catedral, ya que a unos metros de la Collegiata, hay dos o tres automóviles en exposición.  Pronto habrán de salir a la venta, y están adornados con grandes moños de colores, y con la parte delantera subida a una rampa improvisada, para que se luzcan mejor. Mientras, algunas señoritas elegantemente vestidas con ropa de invierno, les muestran a los curiosos las comodidades propias de un último modelo.

Sin embargo, San Gimignano no ha perdido su gloria, su fama y su grandeza. Mantiene el atractivo medieval por el que se la busca, por el que se la quiere conocer, palpar, oler, gozar. Se puede encontrar un trozo de historia en cada piedra que  se toca. Se puede buscar hasta el infinito y quizá perdiendo la cordura, alguna mancha de sangre seca, resultado de tantas batallas. Subiendo al final de la colina, donde el viento castiga los pensamientos, espiar por las rajaduras de la pared de la muralla, para ver venir algún ejército. Acariciar las ruinas de una de las puertas de entrada, y esperar que se levante un puente en el momento preciso.

Lucca, Florencia, Pisa, Siena,  tesoros de la región, pero… la ciudad de las torres, San Gimignano , no sólo fue próspera y rica, centro de mercaderes y comerciantes, también fue valiente y exitosa, en su lucha constante para desprenderse de los poderes políticos y religiosos, persiguiendo su autonomía hasta conseguirla.

Muestra  su belleza interna en la carga pesada  de los siglos, y  los lleva con modestia y dignidad. Todavía se pueden ver en algunas calles apartadas, restos de paredes derruidas, inmensos  paredones, en cuyos terrenos no hay más que yuyos. Yuyos y voces apagadas, lejanas, que parecen lamentos  mezclados de hombres, de mujeres y de niños.

El privilegio de escuchar la intensidad  de esos sonidos, es sólo para aquellos que aman la historia y el pasado de San Gimignano

Los frescos se mantienen  conservando sus colores como mudos testigos osados y tenaces, como su gente.

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Norma Aristeguy

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