Lobos de Piedra. Mar del Plata

lobo_de_piedra

_mar_del_plataMe siento de piedra, y de piedra soy. Soy todo un lobo que acumulo gritos y risas, y arena con la que me castiga el viento.

A unos cuantos pasos de mi tieso cuerpo, las enormes ventanas del Gran Hotel Provincial están abiertas de par en par. Si me parece que hasta podría moverme si quisiera. Pero no, soy tan sólo un lobo marino hecho por el hombre, y veo a la gente a mi alrededor que me mira con ojos curiosos. En frente, al otro costado de la escalera que baja a la playa, hay otro lobo idéntico a mí. Como si me repitiera en el espacio para afirmar mi presencia. O quizás la de los lobos marinos  que se asentaron en  estos lados, allá por el otro siglo.

Llamo la atención. Los mayores ocupan un lugar cercano para la foto y los chicos me patean para ver si me rompo.

Huellas en mi lomo, inútil querer saber qué pasa, posiblemente  algún nombre escrito, o han querido saber de qué estoy hecho.

Hay pequeños colectivos abiertos con turistas que quedan estáticos, parecen detenidos en el tiempo, desorientados en un primer momento, ante semejante espectáculo de edificios, arena y mar. Sus miradas me abarcan,  y en una glotonería de imágenes, veo  algunos vestidos y a otros  en maya, parecen clavados por horas allí, como si la costa  se les fuera a escapar o como si ellos no fueran a volver.

En el atardecer, con uno de mis ojos puedo ver las sombras sobre las paredes del edificio.

La molestia de tanto despreocupado paseante es soportable ante el privilegio de estar situado por sobre ellos, y junto a ese monstruo edificado tal vez para darme sombra; o será que el que me ideó,  José fioravanti , nada más y nada menos que mi escultor, me puso aquí para que el sol  quedara pequeño ante mi tamaño.

Un poco detrás de mí está el Casino.

Casi puedo adivinar el ruido de las fichas, percibir la alegría o la tristeza de los jugadores. En las sombras de la noche, sigo aquí,  para escuchar el ruido del mar  gozoso de  la brisa desabrida, habitante nocturna y asidua al borrarse el día.

En la amplia rambla Bristol que es mi hábitat, mi hogar, percibo diferentes seres, como un arco iris que abarca todas las clases sociales.  La elegante dama con sombrero está en la ventana, parece una pintura.   El Casino, metido, como incrustado en el monumental edificio del mismo Gran Hotel. La señora regordeta con la malla muy ajustada, escucho los ruidos de su brazo colmado de pulseras, hombres con remeras y un pulóver echado sobre los hombros, otros con traje y elegantes corbatas, detenidos en la contemplación del paisaje. Algún despreocupado  con un  pequinés que  empecinado ladra al perro  atorrante que  sacude indiferencia, como si fuese un animal sordo o como en actitud de desprecio o de piedra, como yo. El mismo que duerme a mis pies todas las noches, cuando la rambla queda en soledad y ambos representamos el símbolo del abandono.

Los turistas ya no están, quizás se han ido en busca de las luces del centro. Pero el Gran Hotel, el Casino y yo,  somos las eternas figuras de esta postal.

Mar del Plata, “la ciudad feliz” luce siempre bonita bordeando el mar. Hasta en los temporales,  su belleza es acaparadora, la furia marina  sobre las enormes baldosas, la oscuridad en espejo  y ese olor salado que perfuma mis alrededores son parte de las bifurcadas realidades citadinas. A la tormenta  le hago frente en mi quietud, siempre sereno, siempre aquí, aunque salga el sol hasta quemarme la piedra, o la lluvia erosione mi efigie.

Después de las tormentas de verano,  caudalosas y  amenazantes, pero cortas, el cielo quedará  límpido y azul.

Los altos edificios  que rodean la costa y sobrepasan en altura pero no en grandeza, la histórica arquitectura del edificio que también alberga al Teatro Auditórium, se erigirán como fantasmas imponiendo un aspecto diferente, un aspecto de ciudad del hoy.

 

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Norma Aristeguy

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