Vestido de dorados que encandilan ha llegado el otoño, en el amarilleo ensordecedor va alardeando de cálidos amores, se hace amigo de la intimidad, de la media luz, de la tibieza del ardor de unos leños, del rincón más soleado, del ruido del mar cercano, y se arrulla entonces en las hojas que lo merodean para no caer.
Pero él intenta imponer su ocre voluntad, toma un manto rojizo a veces, y cubre a los árboles y a toda planta que se ponga en su camino, cree que soplando su añejo aliento conseguirá doblegar voluntades e imponer sus condiciones.
No cuenta con una vegetación que ya sabe de sus pasionales amores, que ya conoce ese entretiempo de rojizos como el fuego para lanzarse sobre su espesura y desnudarla de a poco, mostrando esa calidez mentirosa que se perderá con las aves que emigren cuando llegue el frío.
Y como buenos amigos con el invierno, le dejará flojas y medio muertas a las hojas que han de craquelar el suelo por donde huya una ventisca.
Y escapará como un cobarde de la molestia y la presión que le causa el trabajoso otoñar de tanto en tanto, y el esconder que tampoco es dueño de su tiempo. Todo un universo le dice qué hacer, cuándo mudar de clima, y la promesa ventosa de no caer en el amor de ningún jardín.
Él, es sólo otra estación