El Derecho de Pernada
El sol entibia La Toscana. San Gimignano se impone desde la colina, y una bandada de pájaros pasa adornando la ciudad y dividiéndola en una aguda ve, que se estira estridente.
Sofía no tiene deseos de levantase. Hace muchísimo frío esa mañana de enero, aunque se siente desabrigada, arroja las mantas que la cubren para sentarse con desgano.
Estira los brazos hacia arriba y mira a su alrededor, la cama está rodeada de unas cortinas muy transparentes, que traslucen lo que la rodea. Algo no está bien. Desconoce el lugar. En la misma habitación hay una cama donde duermen tres niños juntos y al lado otra, con una pareja de ancianos. Busca su celular, no lo encuentra por ninguna parte.
Se encamina envuelta en su largo camisón hacia la escalera. Baja.
-Hija, es un poco tarde ya, debes apurarte, hoy es el gran día. Siéntate, come un poco de pan, ya te traigo las castañas, toma, sírvete un poco de vino. Esta noche te convertirás en mujer.
Sofía parece conocer la rutina, no obstante se siente insegura, torpe, como si no perteneciera a ese espacio. No sabe bien por qué, pero no se atreve a preguntar si alguien ha visto su celular o si ha llamado Esteban.
-Mira Sofía, como padre quiero que sepas que es necesaria tu unión con Marco, aquí, con los abuelos y tus hermanos pequeños, hay demasiadas bocas para alimentar. Y así serás la señora de alguien que te quiere y no tendrás que ir a la cosecha y embrutecerte. Conoces bien cómo llevar un hogar adelante y él sabrá cuidarte y mantenerte.
-¿Marco?
-Sí, ya sé, está el amo De Deberelli, el señor de las tres torres, pero tú debes comprender que él es la autoridad y que le debes respeto. Por sobre todo, respeto a la ley, de lo contrario Marco sufrirá un castigo y tú serás echada de la ciudad.
-Pero yo…
-Ve a vestirte hija, hay poco tiempo para la boda, dile a tus hermanos que se levanten. Ya subo yo a ayudarte. Debes lucir más bella que nunca. La madre le acaricia la cabeza y le da un beso en la frente.
Sofía siente ganas de llorar, se sabe acorralada como un animalito de los que ve, a través de los postigones abiertos de las ventanas.
Tiene que escapar de allí, están todos locos.
Se viste con lo que encuentra en un mueble algo desvencijado, nerviosa tironea una prenda colgada de un tarugo. Es un vestido que le llega a los tobillos. Busca con desesperación algún zapato para calzarse mientras escucha que la mujer de abajo le grita:- Enseguida subo, es sólo un momento y voy.
Encuentra unas sandalias con largas tiras que no tiene tiempo de enrollar en sus piernas, así que se las ata, lo suficiente como para que no se le salgan.
Baja la escalera con cuidado para no ser vista. Consigue llegar a la calle. Corre levantándose el vestido para que no le moleste en su carrera. No sabe adónde va pero quiere poner distancia de la casa. Llega a la plaza De La cisterna y ve algunos hombres con extrañas vestimentas, parecen soldados romanos. ¡Los soldados de las películas!
Su sorpresa no tiene límites cuando ve dos grandes tablas inclinadas como en una pendiente. ¡Es una rampa! Y sobre ellas, haciendo equilibrio, dos de los soldados apuntando con sus arcos y sus flechas. Inmediatamente Sofía gira la cabeza hacia atrás, y ve colgando de un tirante sujeto en sus extremos, a dos hombres, casi sin ropas y ensangrentados, expuestos como blancos. Queda paralizada mirando la escena. Los soldados arrojan las flechas y festejan entre risotadas y palabrotas. Ella hubiese preferido no ver lo ocurrido y no conocer el idioma, para no entender que continuarían haciéndolo, hasta que no quedara uno vivo, de los que estaban amontonados, sujetos entre sí con gruesas cadenas.
-¡Sofía, por fin! ¿Qué te pasa? Toda la familia te está buscando. ¿Es que estás asustada? Ven conmigo, yo te ayudaré. Nada será tan difícil. Verás, desde mañana todo será diferente.
Sofía se deja conducir por Marco. Quiere llamar a Esteban, pero no sabe cómo. Y tampoco se anima a nombrarlo, a preguntar por él.
Los novios están ya en medio de la campiña que pertenece a los De Deberelli. Sofía lleva un vestido largo, que tapa sus sandalias algo gastadas, una medalla de oro en las manos entrecruzadas, regalo y símbolo de posesión de su amo, y del que será su dueño esa noche, y una pequeña corona de flores que rodea su cabeza. Aunque el vestido es de mangas muy largas, la novia tiene frío y tiembla.
Luego, en la casa de los De Deberelli, en la parte de la servidumbre, se lleva a cabo el festejo de la unión de los dos siervos. Los familiares de los novios se acomodan en asientos como taburetes y bancos, rodeando una larga mesa hecha con algunos postigos viejos.
Hay grandes fuentes con animales asados, huevos, hortalizas, quesos y lo que se considera como un auténtico lujo, infinidad de diferentes frutas.
Sofía parece adormilada. Mira a su alrededor sin entender lo que está viviendo. De pronto, el amo de la casa se acerca y Marco le entrega la mano de su novia. De Deberelli hace una inclinación de cabeza y se lleva a Sofía hacia el interior.
Ya en los aposentos, Sofía siente las caricias del hombre sobre su cuerpo, que suavemente está intentando desvestirla. Ella pone sus codos en el pecho de él y lo empuja, retirándolo, a la vez que grita desesperadamente: -¡No, nooo!, ¿pero qué hace? –Mira niña, que no tienes ningún derecho, siquiera a gritar. No puedes negarte, tú eres mía, el jergón de tus padres es mío, tu virginidad es mía, tu familia es mía.
Intenta convencerla primero por la fuerza, pero después la mira casi con respeto y lo hace por las buenas:-Vamos, serénate, mañana estarás con tu marido, y ni te acordarás de mí. Sofía sigue gritando y ya ahora da puñetazos, algunos a la cara del hombre y otros al aire, a la vez que grita: -¡Esteban! ¡Esteban! ¡Esteban!
-¡Sofía, despierta por favor! ¿Qué te sucede? Aquí estoy. Tranquila, ha sido un sueño, tranquila, aquí estoy.
Es una mañana sumamente fría. Sofía está junto a Esteban en la cama matrimonial. Ella mira a su alrededor todavía con temor de que ése no sea el hotel, al que habían llegado el día antes a San Gimignano, a pasar su luna de miel.
Suena un celular. –Es el mío. Dice Sofía, recostada sobre el pecho de su marido, relajada y segura, y agrega: -Ah claro, ahora entiendo, me quedé dormida con él en la mano, debe ser eso que me provocó la pesadilla.
Al abrir su mano derecha que la mantenía tan apretada que sus nudillos blanqueaban como los de una muerta, o como quien va a dar un puñetazo, cae de alguna parte de su palma que se afloja, el celular, y también… una importante medalla de oro.
Un comentario
Muy buena historio y como toda buena historia un enigmático final. Felicitaciones amiga, estás incursionando en un género que admiro profundamente. Un beso grande.