Cerrar la ventana. Recogerse. Entregarse a la noche, a sus misterios, a sus sorpresas. Inclinarse al silencio y a la maravilla de la intimidad. Correrse del anhelo y la mirada huracanada de los otros. Gritar desde los pensamientos.
Serenarse. Reposar.
Sentir al alma despojarse, llorar, reír, acomodarse a ella y acurrucarse en el sueño de los hijos. Arropar su indefensión, su ingenuidad y amarlos, amarlos a solas, en el recuerdo de sus boquitas siempre infantiles, en el parecido con alguna debilidad o en la semejanza de un rastro de fuerza, aunque sean ya hombres o mujeres.
Todo calla. El mundo es nuestro. Sin la intromisión de la verdad ajena, del juicio sin valor.
Soledades que bailan en recuerdos a nuestro alrededor, sólo porque son invocados, invitados a la orgía nocturna de imágenes somnolientas. Observar la larga fila de sombras en el techo de la casa que nos cobija y dejarnos llevar por el mundo de las ideas. Recordar …
Envolvernos al abrigo íntimo de la fantasía, en un hilo finísimo que sólo teje la oscuridad del futuro, travieso y agazapado, inevitable y de groseras dimensiones.
Sostenido compás de espera hacia la desintegración. Pero no hoy, ni ahora.
Me estiro perezosamente en la danza quieta y sensible de algún ruido lejano.
El bostezo precede a la entrega. Me dejo llevar
Dormir, con el permiso de nadie.
Recién mañana volveré a abrir la ventana y compartiré otra bocanada de luz y de espacio, en el cotidiano y soleado deambular.