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Búsqueda (El Bosc de les Fades)

Búsqueda (El Café de las Hadas)

Búsqueda (El Bosc de les Fades)

Tuvo que ser aquí, con el Mediterráneo como abrazo gigante, donde te encontrara.

Yo que te he buscado por todas partes, que me he detenido en cada rostro, que he olfateado cada cuerpo, que he escuchado todas las necedades que te puedas imaginar. Que he gozado con cada canción, con cada tango bailado en  mi tierra, buscándote. Sabía que estabas en este mundo, y que no era cuestión de tiempo, sino de espacio.

Una mañana caminando por Las Ramblas, me detuve como si una voz perdida en el planeta, me lo pidiera.  Paseé la mirada por los árboles altísimos que parecían reírse de mi asombro.  Desprovistos de sus mejores hojas en ese enero invernal, podía advertirse la sorpresa de  su desnudez.

El mundo caminaba entre los puestos rebosantes de macetas verdes, y algunos pimpollos todavía rezagados, y el susurro constante de cotorritas de colores y orgullosos canarios.

Te vi entre la gente doblar hacia la derecha, en el Pasaje de las Hadas, casi corrí para alcanzarte, pero luego decidí seguirte de lejos, no fuera que me vieras espiándote.

Entraste en el mágico café, yo me sentía en mi casa. Los asistentes parecían obedecer a algún pacto, todos hablaban en voz muy baja, como con respeto de las misteriosas sombras que se cruzaban entre los altos  árboles, que insólitamente cubrían el lugar.

Comencé a dudar si las extrañas figuras que se insinuaban sobre las ramas o sostenidas de las paredes, tenuemente, casi transparentes, como surgidas de la nada, fueran lo que parecían o  simplemente  se tratara de una visión tramposa para los turistas. Era la noche en medio de la mañana, ahí dentro.

Estiraste tus piernas, limpiaste tus anteojos y sacaste algo así como una libreta. El camarero se acercó, no pude escuchar lo que pedías, pero seguro que sería una cerveza.

Se te veía triste. Dejaste la libreta de lado, como arrepentido de tenerla, y perdiste la mirada entre la gente que acomodada en las mesitas que rodeaban los fornidos troncos, parecían fantasmas ensimismados e indiferentes a todo cuanto sucediera alrededor.

La vida podía leerse en tu rostro. Sacaste la lapicera y comenzaste a escribir. Sabía que algunos versos te estaban atormentando, y hasta que no los dieras a luz en el escrito, tu barbilla no dejaría de temblar. La poesía. Siempre la poesía, la que nos había unido y la que te sacaba de tus enojos conmigo.

Decidí entonces  que esta vez sería yo quién diera el brazo a torcer, quien se acercara y te hiciera un mimo para quitar la tristeza de tu rostro. Te diría que había vuelto porque te quería, porque sólo a tu lado la vida tenía sentido.

Me detuve en seco, cuando ya había decidido ir a tu encuentro. Te habías levantado de la mesa sin terminar la bebida. El camarero corría detrás de tus pasos, que te sacaban casi huyendo del lugar.

-Señor, señor, se olvida el cuaderno. –Déjalo, arrójalo a la basura, ya no es mío.

Los idiomas  poblaban de voces los sonidos mañaneros de la calle, la vereda y los recuerdos.

Volviendo al colorido y al gorjeo de Las Ramblas, me puse a tu lado y caminamos juntos. –Oiga, ¿me dibujaría usted un retrato con esta fotografía como modelo? El hombre te miró, luego se detuvo en la imagen y dijo: -Por supuesto, si me espera una media hora…¡hermosa mujer! Tiene un rostro que se deslizará por debajo del lápiz.

Estaba colmada la calle de pintores y dibujantes, como si el sol en su exuberancia mañanera, los reprodujera.

Me quedé junto a vos  mirándote embobada, deseando que al menos, me nombraras, como esperando el soplo a mis huesos silenciosos. Pero seguías enojado conmigo y me castigabas con el silencio, con la indiferencia. Creo que el artista también lo había notado, pues no me miraba, bajaba la vista hasta la foto como si yo no existiera.

Cuando el dibujo estuvo terminado, no me reconocí, pero a vos pareció conformarte, al fin mirándolo, sonreíste tiernamente como en una caricia.

Entonces alargué mi brazo al costado de tu cuerpo y busqué tu mano, sin pronunciar palabra. Pagaste, diste las gracias, y por fin giraste hacia mí. Noté tus ojos brillantes, el llanto se escondía detrás de ellos, diste unos pasos justo en mi dirección, y traspasaste mi cuerpo, sin verlo, sin sentirlo.

Te miré alejarte, mi sombra se me había desprendido  e  iba tras de ti, pero yo… yo me quedé allí, donde creí que estaba.

Norma Aristeguy
Norma Aristeguy

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