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Abrahán

Abraham

Abrahán

 

Es un hombre a quien parece habérsele caído en la cabeza, más tiempo del que lleva puesto. Casi no tiene arrugas. De sonrisa escasa y mirada pequeña, mirada a veces marrón y a plena luz, verdosa, acomodada bajo dos espesas cejas.

La boca deja caer sus comisuras, que desmienten la indiferencia de su postura ante la vida.

Viste un descuidado mameluco azul descolorido y una camisa al tono, lo que hace que tan sólo se adivinen, los límites de ambas prendas.

De estatura un poco más alta que lo común. Las mangas de su ropa parecen más anchas de lo que son y permiten ver dos muñecas pequeñas, para esa figura masculina en cuyo cuerpo con la cabeza siempre en alto, se lee una actitud segura, con dominio de sí mismo.

A veces lleva puesto un gabán también de un azul descolorido con solapas muy anchas. En una de ellas lleva una diminuta insignia, es un escudo con dos manos que se toman y sostienen un gorro frigio.

Calza  enormes botas de cuero marrón y en la cabeza una gorra de vasco negra. Colgados de su cuello, como al descuido, deja caer algunas finas líneas de tanza aunque  en el techo de la Ford 48, de la “chata”, también lleva atado un enorme mediomundo.       Coloca junto al baúl de madera para los pescados,  en un rincón de la Ford, la latita con “la carnada”  y la caja con el calentador a alcohol, la pava, la yerba, el mate y la bombilla. Algunos salamines, un trozo de mortadela y queso, y algo de pan. Por supuesto que la botella del “Crespi” no puede faltar.

Ya ha cargado todo, se queda mirando la carga tratando de no olvidarse de algo importante. Con la colilla del cigarrillo que tiene en la boca, enciende el siguiente.

Va a subir. Alguien lo retiene, vuelve a bajar.-“Hola Tomás, ¿dónde andabas? Me sorprendió no haberte encontrado antes. Te estaba extrañando.”

El animal mueve la cola contento, y le contesta con un ladrido. –“Prometo traerte algo para vos también, bueno chau, nos vemos mañana”.

Parte rumbo al muelle. La letra de una canción se le viene sin permiso: “Lejana tierra mía, bajo tu cielo, bajo tu cielo…”

Al día siguiente, domingo por la tardecita, regresa, casi sin hacer ruido. Es todo un orgullo que “la chata”  sea silenciosa.

Al bajar se dirige hacia la caja trasera, va apartando sobre una lona extendida en el suelo, montoncitos de pejerreyes plateados, relucientes. Luego va colocando en un balde montón por montón, y hace viaje por viaje hasta la puerta de cada vecino más cercano. Recibe el saludo agradecido de cada uno de ellos, por el obsequio al que ya los tiene acostumbrados.

-“¡Ah apareciste! No te  aflijas,  te guardé un poco para vos. Sí, es para vos, yo no puedo comer, a mí me hacen mal, el pescado lo tengo prohibido por el médico. Pero… a cambio te voy a pedir algo”. Mientras habla le acaricia el lomo. –“Quiero que te quedes a comerlo en casa, mientras yo me doy un baño y luego, leemos el diario juntos”.

Se agacha, recoge el periódico tirado en el porche y con el balde de pescado en la mano, entran juntos conversando el idioma de la compañía.

 

Norma Aristeguy

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